Vivir como un Rollingstone





La cotidianidad, lo único que tiene de seguro, es que es previsible. Levantarnos temprano (aunque no todos), bañarnos, desayunar, vestirnos, prepararnos para el día a día, trabajar, pensar en las cuentas: que los servicios, que el mercado, que la administración del edificio, que las cuotas de manejo, que la pensión, que la salud, que la tarjeta de crédito, que el mantenimiento del carro/moto, que las cosas para los niños (cuando los hay), que volver a casa y repetir la misma acción, de lunes a lunes, hasta la jubilación (nos muramos, los hijos nos sucedan, o terminemos en un sanatorio o en una casa de “retiro). 

Es ahí, en las mañanas, cuando nos vemos al espejo, sea para afeitarnos, para pensar en cómo iniciaremos ese día, o solo para echarnos agua en el rostro mientras enfilamos la lista de pendientes, en que nuestra mente divaga, se pierde en un momento que puede parecer perenne, en cómo sería vivir sin las reglamentaciones, sin las necesidades de la cotidianidad, sin aquello que nos ata (y harta) a los modismos, cultura y sociedad del centavo, eso que los medios pueden llamar: Vivir como un Rollingstone.

No me refiero a mi amigo Paulo César Daza (a quien le decimos el Rolo y/o Rollingstone de cariño), sino al concepto de lo que es un estilo de vida de banda legendaria, de lo que es ser un Rocanrolero de antaño, de lo que es ser una estrella, alguien icónico, a quien envidiamos, deseamos y que obviamente, no es como nosotros; no porque no le corra sangre en las venas, sino porque en ellas, en ese sistema endovenoso, solo se bombea el mito de que es ser alguien que no tiene la obligación que arrastramos el resto de los mortales.

Lo que respiran es fama; lo que gastan (que es probablemente una cantidad que ni ellos mismos llegan a saber bien) más que dinero, es energía; que lo que destruyen, prácticamente al día siguiente aparece reemplazado, repuesto, renovado (sea una habitación de hotel, un vehículo, un instrumento, una cámara de paparazzi, un pómulo –con la misma cámara), como si nada hubiese ocurrido. No deben pensar en cómo llega la comida a sus platos, quien arregla las camas donde duermen; de donde les aparece la ropa/zapatos/lociones/perfumes/accesorios; no deben firmar pagarés; ni hacer diligencias bancarias, ni llamar a agentes de viajes, ni hacer filas (¡NINGUNA!); si se accidentan, se enferman, y/o se fracturan, casi por arte de magia, como si el mismísimo Hermes de la mitología los transportara, aparecen en el Hospital Sinaí (que según los medios norteamericanos, es lo ultimísimo en guaracha), finos y rozagantes, como si la sobredosis no hubiese sido mayor cosa, o la operación de corazón abierto hubiese sido en el peor de los casos, un chiste subido de tono con un poco de sangre; en diferente situación, pero de la misma línea, algunos de estos individuos (contados, insulsos y mediocres), se permiten ganar dinero con solo tener a un equipo de camarógrafos, retratando su cotidianidad, que por más que lo intenten, mostrarse agobiados, no les da, no les acomoda esa personificación de deidades en desgracia que sufren porque el contrato de X cantidad de millones solo pasó a Y millones, o diciendo que “la gente no se imagina como es mi vida”, mientras recibe tratamiento de SPA, una o dos veces a la semana, en un chalet al lado de su piscina, y recibiendo otro tanto de millones por respirar en televisión.

No necesitan enterarse de cómo es la vida de quienes los rodean, si tienen problemas, enfermedades, dolencias, pérdidas, animosidades, alegrías o tristezas. Eso no les importa, su función en el mundo, es ser figuras decorativas de adoración,  semi dioses, no consejeros, administradores, sicólogos, banqueros ni terapeutas. El día a día no los afecta. No los atormenta. Desde que se acuestan, hasta el momento que abren los ojos, todo está predeterminado, tanto o más como la cotidianidad de quienes debemos partirnos el lomo viendo como pagamos nuestra seguridad médica, como conseguir el pan de la mesa. La diferencia, es que nosotros si sabemos dónde comprar, a quien pagar y cuanto. Aún así, quisiera ser, ó al menos, vivir como un Rollingstone.

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