Si diciembre no lo fuera... Hum...



No soy fan de diciembre. No me gusta. Las personas que me conocen, lo saben y lo aceptan. La época de recogimiento en el hogar, para mí, si “recogimiento” no es encogerse de hombros, no aplica. No me “despeluca”.
No sé en qué momento la natividad dejó de causarme fascinación, pero cuando niño, la canción, era otra. Como muchos, no veía el momento que llegara diciembre; levantarme tarde con mis papás, enlodarme hasta las pelotas, bañarme a punta de manguera en el patio, juguetear en la calle con los otros niños, planear las novenas, armar sonajeros con tapas de gaseosa, cantar villancicos, y esperar ansioso la aparición del niño Dios.
Sin embargo, con el tiempo, la televisión y las apreciaciones culturales que solo preocupan a los preadolescentes, la navidad se convirtió en algo más apático, molesto y restrictivo; algo que los papás nos obligan a cumplir. Entonces, la navidad se torna en: solo “Mí” tiempo; tiempo con “mis” amigos, “mis” cosas y así, la lista continúa. A todo esto, agreguémosle algunas experiencias poco agradables.
El 31 de diciembre de 1995, dejé para el final de la velada, las memorables 12am de la noche, al menos, kilo y medio de pólvora (chorrillos, silbadores, totes, una pila) para quemar en júbilo familiar y, que por error humano, por poco me deja a mí y al resto de mis congéneres, sin sala-comedor (y probablemente con quemaduras de 3er a 4to grado). Lo doloroso fue, que la tapizada de los muebles y las cortinas (y parte de la ropa de los presentes) fue sacada a módicas cuotas de mi estudiantil bolsillo.
2 años después, uno de mis mejores amigos del colegio, optó por volarse los sesos en comunión con su novia un 7 de diciembre, y la última persona (fuera de su familia) con quien él habló esa noche, fue conmigo. Su forma de decir “adiós”, me dejó algo confundido, pero asumí, era algo de las fiestas. No me lo pude perdonar y me entregué al alcohol los años siguientes.
Otro clavo de ataúd fue la influencia de Franz Kafka. Eso terminó de adobar el pastel de la virulenta actitud mía con respecto a la Navidad. Me pone de un humor horrible, me deprime, me entristece, no por algo específico, a este punto, es ya un todo.




No soy el único. Somos todo un género social. Los “grinch” de la comunidad; los mala sangre, los antisociales, los que no disfrutamos nada y renegamos de todo en las fiestas de fin  de año.
A veces, me siento melancólico al ver  a quienes deliran por estas fechas, y padezco de una sutil y casi efímera envidia de sentir tan solo un poco de esa dicha, de esa alegría y jolgorio; sentir la compulsión de estar con mis seres amados, de mirar correr las manecillas del reloj con un silbato en la boca, sudando, viendo extasiados a los que me rodean, todos esperando el unísono de la frase de Chifonier “FELIZ NAVIDAD” a la media noche y saltar como maniacos al vacío, a dar abrazos y besos con el calor rozagante del afecto expresado de una forma mecánicamente regulada, repetitiva, pero sabrosa, para qué.
Nos hemos convertido en seres impávidos, poco impresionables, dolientes del día a día, del mirar con desidia el dolor ajeno, de mofarnos de la tristeza y de hacer del amor una bagatela. Nos creímos la percepción que somos seres ilustrados, "antropocéntricos", mejores que el resto de los animales y que nada puede abstraernos del “YO” que es nuestro mundo.
¿Y por qué digo todo esto? ¿Qué tornillo se ha sabido zafar para que en este día, en esta fecha me convierta en el “Capitán de lo obvio”? En que quiero volver a sentir la inocencia del niño que ve a su padre como el testigo y no el artífice de su alegría de 24 de diciembre, el niño que aún juega en la calle y no con la consola de video, el niño que movía en el aire las Chispitas Mariposa (no condono la utilización de pólvora) sintiéndose un dios forjando una nueva constelación; el que aún siente pasión por el mundo, por sus maravillas, por su inmensidad, por su grandeza como por sus cosas pequeñas; por el que ve en su sala un mundo de aventuras, y no solo el sitio donde se asienta el culo para hablar por teléfono; el que aún cree en criaturas bajo la cama y que puede hablar con amigos imaginarios sin que lo manden a terapia.
¿Y por qué lo digo? Porque necesitamos sentir nuevamente esa inocencia, esa dulzura en los pequeños sucesos, en el hecho de respirar, de mirar hacia el sol solo por sentir su tibieza; de estirar las manos y sentirnos ínfimos; de caminar sin rumbo fijo, de renovar la capacidad de sorprendernos, de tirarnos en un prado a darnos cuenta que con todo lo que tenemos, no somos nada, pero somos parte de un todo. Abogo por el derecho a creer en algo más que en nosotros mismos sin dar por sentado nuestro sitio en el universo. Volvamos a ser esos pequeños desconocidos que alguna vez fuimos, y creamos. Olvidemos el hecho que el conocimiento y las “adulteces” nos abrieron los ojos, y nos amasaron el alma. Recobremos nuestra conexión con la humanidad, con nuestra sociedad, con nuestras familias y con nosotros mismos.
Ya me puse sentimental. Quiero conexión. Mejor cierro esto y voy a casa de mi novia.

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