Es simpático cuando no se entienden las emociones cuando estas llegan, o se manifiestan. Igual, no soy muy emotivo (creo en el romanticismo, pero el concepto EMO de la actualidad -que difiere de su raíz original- me parece estúpido, demasiado anacronísta con la realidad, manejado irresponsablemente por los medios, mal administrado por los padres y “padecido” por personas que por una u otra razón, les falta definición sicológica y sexual… No lo tomen a insulto, aún si lo es).
Hace un par de semanas, me reuní, luego de mucho tiempo, con cuatro buenos amigos, (de unos cuantos) afianzados en el fuego del bachillerato. Sonrisas, abrazos, palmadas de espalda, brindis. Nuevamente reunidos los denominados compañeros de armas, compinches, cuates, parceros, la barra, los “mala sangre”. Nos pusimos al tanto de nuestras vidas. Uno casado, dos con parejas –heterosexuales- estables, y uno avocado a una vida centrada al crecimiento personal.y espiritual , donde si quieres un cambio en el mundo, debes empezar por tí mismo. No era el plan exacto de vida que imaginamos llevar, pero ahí es donde estamos. Fue bonito ver que de alguna forma, hemos madurado… Más o menos (yo, sigo practicando el síndrome de Peter Pan, negándome rotundamente a crecer de forma adecuada).
Empecé a sentirme extraño. El estomago me molestaba. Como gastritis sin dolor, como un vacio de hambre pero atiborrado de comida. Como que el colon me anda importunando la "maquina." ¿Serán gases? ¿Problema digestivo? Resultó ser nostalgia. Quien iba a creer.
En ese preciso momento, mientras reíamos, tuve un Deja Vú de la celebración de nuestros grados, esa que se realiza a final del año escolar. La nuestra fue en un gallinero en el jardín trasero de la casa de un compañero; ahí, todos hablábamos al son de rock en español, punk y Metallica, bebiendo Brandy Napoleón; beodos hasta la médula, pero eufóricamente animados y amistosos. Algunas rutinas no cambian.
Llegó a mi mente el detalle de una conversación con otro de los compañeros (no de los presentes, sino de uno en la celebración, con quien tuve una amistad relativamente tormentosa basada en la búsqueda de ver quién era mejor representante a macho Alpha -y a quien años más tarde traté de saludar, a lo que este respondió mirando hacia otro lado, ignorándome) y mi persona, acerca de hacer una promesa, bajo los efectos del alcohol, sellado con lágrimas, abrazos y aliento etilizado. Tal promesa consistía en no dejarnos “desvanecer” dentro del mundo adulto y que lograramos convertirnos en “alguien” en este mundo. Todos en el galpón, prometimos lo mismo.
Pero de una u otra forma, “no dejarnos “desvanecer” dentro del mundo adulto y lograr convertirnos en “alguien” en este mundo” ¿no es lo que tratamos de buscar? Ser reconocidos, no solo ser partícipes de algo, sino, ser parte INTEGRAL de un todo; que se sienta que nuestra presencia, nuestra sola esencia es incólume, imprescindible. No ser figuras fantasmagóricas inermes en la sociedad; espectros de cubículo, muebles humanos que mecánicamente ven pasar la vida por un ventanal en conjunto con el transporte urbano, con la misma significancia que una de tantas fichas de lego en el todo de una figura. Ser alguien, parte de algo en contexto con nuestro mundo y que éste, nos dé el crédito por ello.
Pero, a ciencia cierta -y retornando al tema inicial: ¿Que habíamos conseguido? ¿Los alumnos del Seminario Menor Juan Pablo II, promoción de 1996 –de la cual ni mosaico quedó en ninguna pared- lograron ser quienes querían? ¿Quiénes se suponían? ¿Consiguieron figurar en los anales de la sociedad a la que pertenecen? ¿Lograron algo? ¿Los propósitos que teníamos al salir del bachillerato, se alcanzaron? ¿En esto terminaron las promesas de una noche de tragos? ¿YO, con mis 31 –casi 32- años, carrera completa, pasión y entendimiento, que carajos he logrado hasta el momento, cuando ni siquiera le atiné a una carrera que me llenara y/o gustara al 100%?
Y todo esto me puso a pensar.
¿De qué nos sirve a todos hacer planes, vernos de niños disfrazados de bomberos, policías, doctores, para terminar siendo agrónomos, ingenieros químicos, o en el peor de los casos, proctólogos? ¿De qué sirve tener un guión de vida cuando la vida misma se encarga de tirarnos en el aire a realizar giros de 360° ó, a veces de 720° cambiando por completo ese mapa imaginario que nos trazamos? (un amigo de mi infancia, quería ser imitador de cantantes y terminó convertido en mujer trabajando de prostituta en Italia. Puedo apostar que él –ni nadie- imaginó eso en su futuro). Y a todas estas, ¿Cuándo es que lo trazamos en realidad?
Desde que tengo uso de razón, siempre al final de cada ciclo lunar, en casi todas las familias (antioqueñas o no), se realiza un balance de los eventos ocurridos (puede ser aquí el cuando del trazado del mapa) en el trascurso del año, buenos y malos, para poder redimirse en el año que se aproxima, y dejar en el pasado los sucesos del cliclo que parte, entre humo de pólvora, gritos, música y vecinos borrachos queriendo besar a cuanta vecina/vecino se les atraviese en la animada celebración de año nuevo.
Pero el ser humano es un animal de hábitos, buenos como malos, y no puede evitar mirar al pasado para mirar su futuro. Caminar hacia el futuro es un salto de fé, como quien se lanza al vacío. Necesitamos a qué asirnos . Ahí entra el legado de planificar el año que inicia. Torpemente, sin ostentación. Pero hasta la planificación se ha venido perdiendo. La planificación, si no es desmedida es buena. A mí, como a muchas otras personas, planear la vida, las actividades u otras cosas, no nos funciona. Faltamos a los propósitos de conseguir alimentarnos sanamente, internarnos en gimnasios, estudiar idiomas, beber menos, salir más, o las promesas de conseguir mejores trabajos, o aprender a querer los que ya se tienen para obtener mejores resultados.
Es muy difícil apegarse a un plan. No es imposible, pero es poco probable. Sin embargo, eso no evita que cada año, faltando un minuto para que digamos “AÑO PASADO” estemos diciendo (en voz alta, o mentalmente) lo que queremos para el próximo año. Todos con su “agüero”, sus uvas, sus lentejas, las maletas en la puerta, los sahumerios, las 3 papas bajo la cama, las espigas en el pan, hasta bañarse con champaña, de forma inequívoca, vociferan – o no- que es lo que quieren para sí y los suyos en el año que reciben. Plantearse retos, superar logros. Olvidar los sucesos malos vividos. Olvidar el rencor, el odio que por nuestras mentes pasaba en situaciones difíciles. Los derrumbes, las perdidas humanas, los terremotos, maremotos (y otros tantos OTOS). Compartir todo lo que se pueda con los seres amados. Iniciar nuevamente la búsqueda de nuevas posibilidades, nuevas expectativas, nuevas esperanzas que nos llenen, nos satisfagan, nos den la calidez que buscamos, y que el año anterior, nos fue esquiva; saltar en Bungee, el trabajo que queríamos, el viaje que soñamos, la mujer-hombre de nuestros sueños.
No importa quienes fuimos, quienes somos ahora, ó quienes seremos despues. Lo único importante es que seamos fieles a nosotros mismos, a nuestras convicciones y a nuestros valores –aprendidos y desarrollados. No destruyamos el mundo en que vivimos. Mejoremos la calidad de vida de nuestro entorno. Vivamos como siempre, amemos como nunca y proyectemos felicidad. Eso siempre atrae cosas buenas. Siempre pensemos que hay algo que nos impulsa, aún si no sabemos que es… La inmensidad es atrayente, mística, envolvente y hasta religiosa (si no se tiene un dogma religioso, la inmensidad, puede servir como tal). No miremos atrás con dolor, con angustia, sino como un punto de enseñanza y clarificación. Abracemos lo nuevo como parte del cambio diario, y a lo viejo como el pilar de lo que ahora sabemos. No desperdiciemos los días y noches pensando cosas que no serán y tomemos las riendas de nuestra existencia. No armemos propósitos ficticios, si estamos a sabiendas que no los cumpliremos/lograremos, y creemos consignas para el día a día y alcanzar metas tangibles. Y hoy, a las 12 de la noche digamos: Salud al nuevo año.
SIMADUSE: Serás extrañada hasta tu regreso.