De visceras, año nuevo y otros demonios


Es simpático cuando no se entienden las emociones cuando estas llegan, o se manifiestan. Igual, no soy muy emotivo (creo en el romanticismo, pero el concepto EMO de la actualidad -que difiere de su raíz original- me parece estúpido, demasiado anacronísta con la realidad, manejado irresponsablemente por los medios, mal administrado por los padres y “padecido” por personas que por una u otra razón, les falta definición sicológica y sexual… No lo tomen a insulto, aún si lo es).

Hace un par de semanas, me reuní, luego de mucho tiempo, con cuatro buenos amigos, (de unos cuantos) afianzados en el fuego del bachillerato. Sonrisas, abrazos, palmadas de espalda, brindis. Nuevamente reunidos los denominados compañeros de armas, compinches, cuates, parceros, la barra, los “mala sangre”. Nos pusimos al tanto de nuestras vidas. Uno casado, dos con parejas –heterosexuales- estables, y uno avocado a una vida centrada al crecimiento personal.y espiritual , donde si quieres un cambio en el mundo, debes empezar por tí mismo. No era el plan exacto de vida que imaginamos llevar, pero ahí es donde estamos. Fue bonito ver que de alguna forma, hemos madurado… Más o menos (yo, sigo practicando el síndrome de Peter Pan, negándome rotundamente a crecer de forma adecuada). 


Empecé a sentirme extraño.  El estomago me molestaba. Como gastritis sin dolor, como un vacio de hambre pero atiborrado de comida. Como que el colon me anda importunando la "maquina." ¿Serán gases? ¿Problema digestivo? Resultó ser nostalgia. Quien iba a creer.
En ese preciso momento, mientras reíamos, tuve un Deja Vú de la celebración de nuestros grados, esa que se realiza a final del año escolar. La nuestra fue en un gallinero en el jardín trasero de la casa de un compañero; ahí, todos hablábamos al son de rock en español, punk y Metallica, bebiendo Brandy Napoleón; beodos hasta la médula, pero eufóricamente animados y amistosos. Algunas rutinas no cambian. 
Llegó a mi mente el detalle de una conversación con otro de los compañeros (no de los presentes, sino de uno en la celebración, con quien tuve una amistad relativamente tormentosa basada en la búsqueda de ver quién era mejor representante a macho Alpha -y a quien años más tarde traté de saludar, a lo que este respondió mirando hacia otro lado, ignorándome) y mi persona, acerca de hacer una promesa,  bajo los efectos del alcohol, sellado con lágrimas, abrazos y aliento etilizado. Tal promesa consistía en no dejarnos “desvanecer” dentro del mundo adulto y que lograramos convertirnos en “alguien” en este mundo. Todos en el galpón, prometimos lo mismo.
Pero de una u otra forma, “no dejarnos “desvanecer” dentro del mundo adulto y lograr convertirnos en “alguien” en este mundo” ¿no es lo que tratamos de buscar? Ser reconocidos, no solo ser partícipes de algo, sino, ser parte INTEGRAL de un todo; que se sienta que nuestra presencia, nuestra sola esencia es incólume, imprescindible. No ser figuras fantasmagóricas inermes en la sociedad; espectros de cubículo, muebles humanos que mecánicamente ven pasar la vida por un ventanal en conjunto con el transporte urbano, con la misma significancia que una de tantas fichas de lego en el todo de una figura. Ser alguien, parte de algo en contexto con nuestro mundo y que éste, nos dé el crédito por ello.

Pero, a ciencia cierta -y retornando al tema inicial: ¿Que habíamos conseguido? ¿Los alumnos del Seminario Menor Juan Pablo II, promoción de 1996 –de la cual ni mosaico quedó en ninguna pared- lograron ser quienes querían? ¿Quiénes se suponían? ¿Consiguieron figurar en los anales de la sociedad a la que pertenecen? ¿Lograron algo? ¿Los propósitos que teníamos al salir del bachillerato, se alcanzaron? ¿En esto terminaron las promesas de una noche de tragos? ¿YO, con mis 31 –casi 32- años, carrera completa, pasión y entendimiento, que carajos he logrado hasta el momento, cuando ni siquiera le atiné a una carrera que me llenara y/o gustara al 100%?

Y todo esto me puso a pensar.

¿De qué nos sirve a todos hacer planes, vernos de niños disfrazados de bomberos, policías, doctores, para terminar siendo agrónomos, ingenieros químicos, o en el peor de los casos, proctólogos?  ¿De qué sirve tener un guión de vida cuando la vida misma se encarga de tirarnos en el aire a realizar giros de 360° ó, a veces de 720° cambiando por completo ese mapa imaginario que nos trazamos? (un amigo de mi infancia, quería ser imitador de cantantes y terminó convertido en mujer trabajando de prostituta en Italia. Puedo apostar que él –ni nadie- imaginó eso en su futuro). Y a todas estas, ¿Cuándo es que lo trazamos en realidad?

Desde que tengo uso de razón, siempre al final de cada ciclo lunar, en casi todas las familias (antioqueñas o no), se realiza un balance de los eventos ocurridos (puede ser aquí el cuando del trazado del mapa) en el trascurso del año, buenos y malos, para poder redimirse en el año que se aproxima, y dejar en el pasado los sucesos del cliclo que parte, entre humo de pólvora, gritos, música y vecinos borrachos queriendo besar a cuanta vecina/vecino se les atraviese en la animada celebración de año nuevo.
Cuando niño, trataba de pensar en tales balances mientras le ayudaba a mi mamá a sacudir el humo del sahumerio, o empacándole ropa a las tías en maletas para que dieran la vuelta a la manzana para que viajaran todo el año venidero. Y mientras me comía las 12 uvas reglamentarias (agüero representando cada mes del año, con una uva)– y las uvas reglamentarias de los demás- me cuestionaba: ¿Mi año fue bueno? ¿Qué quisiera mejorar en el año venidero que, en este que se va, fallé miserablemente? ¿Por qué me siento tan vacío con la despedida de este año? ¿A qué se debe la angustia de despedir el año viejo, cuando hay uno nuevo que sonríe –con los dientes postizos de algún conocido cercano de la familia-? Esa pregunta me sigue acosando hasta estos días. Y sigo sin dar con una razón concisa y eludo cada vez que puedo, en darle claridad al asunto. Como dice Walt Disney: “En este lugar perdemos demasiado tiempo mirando hacia atrás. Camina hacia el futuro”.
Pero el ser humano es un animal de hábitos, buenos como malos, y no puede evitar mirar al pasado para mirar su futuro. Caminar hacia el futuro es un salto de fé, como quien se lanza al vacío. Necesitamos a qué asirnos . Ahí entra el legado de planificar el año que inicia. Torpemente, sin ostentación. Pero hasta la planificación se ha venido perdiendo. La planificación, si no es desmedida es buena. A mí, como a muchas otras personas, planear la vida, las actividades u otras cosas, no nos funciona. Faltamos a los propósitos de conseguir alimentarnos sanamente, internarnos en gimnasios, estudiar idiomas, beber menos, salir más, o las promesas de conseguir mejores trabajos, o aprender a querer los que ya se tienen para obtener mejores resultados.
Es muy difícil apegarse a un plan. No es imposible, pero es poco probable. Sin embargo, eso no evita que cada año, faltando un minuto para que digamos “AÑO PASADO” estemos diciendo (en voz alta, o mentalmente) lo que queremos para el próximo año. Todos con su “agüero”, sus uvas, sus lentejas, las maletas en la puerta, los sahumerios, las 3 papas bajo la cama, las espigas en el pan, hasta bañarse con champaña, de forma inequívoca, vociferan – o no- que es lo que quieren para sí y los suyos en el año que reciben. Plantearse retos, superar logros. Olvidar los sucesos malos vividos. Olvidar el rencor, el odio que por nuestras mentes pasaba en situaciones difíciles. Los derrumbes, las perdidas humanas, los terremotos, maremotos (y otros tantos OTOS). Compartir todo lo que se pueda con los seres amados. Iniciar nuevamente la búsqueda de nuevas posibilidades, nuevas expectativas, nuevas esperanzas que nos llenen, nos satisfagan, nos den la calidez que buscamos, y que el año anterior, nos fue esquiva; saltar en Bungee, el trabajo que queríamos, el viaje que soñamos, la mujer-hombre de nuestros sueños.

No importa quienes fuimos, quienes somos ahora, ó quienes seremos despues. Lo único importante es que seamos fieles a nosotros mismos, a nuestras convicciones y a nuestros valores –aprendidos y desarrollados. No destruyamos el mundo en que vivimos. Mejoremos la calidad de vida de nuestro entorno. Vivamos como siempre, amemos como nunca y proyectemos felicidad. Eso siempre atrae cosas buenas. Siempre pensemos que hay algo que nos impulsa, aún si no sabemos que es… La inmensidad es atrayente, mística, envolvente y hasta religiosa (si no se tiene un dogma religioso, la inmensidad, puede servir como tal). No miremos atrás con dolor, con angustia, sino como un punto de enseñanza y clarificación. Abracemos lo nuevo como parte del cambio diario, y a lo viejo como el pilar de lo que ahora sabemos. No desperdiciemos los días y noches pensando cosas que no serán y tomemos las riendas de nuestra existencia. No armemos propósitos ficticios, si estamos a sabiendas que no los cumpliremos/lograremos, y creemos consignas para el día a día y alcanzar  metas tangibles. Y hoy, a las 12 de la noche digamos: Salud al nuevo año.



SIMADUSE: Serás extrañada hasta tu regreso.

De visceras, año nuevo y otros demonios


Es simpático cuando no se entienden las emociones cuando estas llegan, o se manifiestan. Igual, no soy muy emotivo (creo en el romanticismo, pero el concepto EMO de la actualidad -que difiere de su raíz original- me parece estúpido, demasiado anacronísta con la realidad, manejado irresponsablemente por los medios, mal administrado por los padres y “padecido” por personas que por una u otra razón, les falta definición sicológica y sexual… No lo tomen a insulto, aún si lo es).

Hace un par de semanas, me reuní, luego de mucho tiempo, con cuatro buenos amigos, (de unos cuantos) afianzados en el fuego del bachillerato. Sonrisas, abrazos, palmadas de espalda, brindis. Nuevamente reunidos los denominados compañeros de armas, compinches, cuates, parceros, la barra, los “mala sangre”. Nos pusimos al tanto de nuestras vidas. Uno casado, dos con parejas –heterosexuales- estables, y uno avocado a una vida centrada al crecimiento personal.y espiritual , donde si quieres un cambio en el mundo, debes empezar por tí mismo. No era el plan exacto de vida que imaginamos llevar, pero ahí es donde estamos. Fue bonito ver que de alguna forma, hemos madurado… Más o menos (yo, sigo practicando el síndrome de Peter Pan, negándome rotundamente a crecer de forma adecuada). 


Empecé a sentirme extraño.  El estomago me molestaba. Como gastritis sin dolor, como un vacio de hambre pero atiborrado de comida. Como que el colon me anda importunando la "maquina." ¿Serán gases? ¿Problema digestivo? Resultó ser nostalgia. Quien iba a creer.
En ese preciso momento, mientras reíamos, tuve un Deja Vú de la celebración de nuestros grados, esa que se realiza a final del año escolar. La nuestra fue en un gallinero en el jardín trasero de la casa de un compañero; ahí, todos hablábamos al son de rock en español, punk y Metallica, bebiendo Brandy Napoleón; beodos hasta la médula, pero eufóricamente animados y amistosos. Algunas rutinas no cambian. 
Llegó a mi mente el detalle de una conversación con otro de los compañeros (no de los presentes, sino de uno en la celebración, con quien tuve una amistad relativamente tormentosa basada en la búsqueda de ver quién era mejor representante a macho Alpha -y a quien años más tarde traté de saludar, a lo que este respondió mirando hacia otro lado, ignorándome) y mi persona, acerca de hacer una promesa,  bajo los efectos del alcohol, sellado con lágrimas, abrazos y aliento etilizado. Tal promesa consistía en no dejarnos “desvanecer” dentro del mundo adulto y que lograramos convertirnos en “alguien” en este mundo. Todos en el galpón, prometimos lo mismo.
Pero de una u otra forma, “no dejarnos “desvanecer” dentro del mundo adulto y lograr convertirnos en “alguien” en este mundo” ¿no es lo que tratamos de buscar? Ser reconocidos, no solo ser partícipes de algo, sino, ser parte INTEGRAL de un todo; que se sienta que nuestra presencia, nuestra sola esencia es incólume, imprescindible. No ser figuras fantasmagóricas inermes en la sociedad; espectros de cubículo, muebles humanos que mecánicamente ven pasar la vida por un ventanal en conjunto con el transporte urbano, con la misma significancia que una de tantas fichas de lego en el todo de una figura. Ser alguien, parte de algo en contexto con nuestro mundo y que éste, nos dé el crédito por ello.

Pero, a ciencia cierta -y retornando al tema inicial: ¿Que habíamos conseguido? ¿Los alumnos del Seminario Menor Juan Pablo II, promoción de 1996 –de la cual ni mosaico quedó en ninguna pared- lograron ser quienes querían? ¿Quiénes se suponían? ¿Consiguieron figurar en los anales de la sociedad a la que pertenecen? ¿Lograron algo? ¿Los propósitos que teníamos al salir del bachillerato, se alcanzaron? ¿En esto terminaron las promesas de una noche de tragos? ¿YO, con mis 31 –casi 32- años, carrera completa, pasión y entendimiento, que carajos he logrado hasta el momento, cuando ni siquiera le atiné a una carrera que me llenara y/o gustara al 100%?

Y todo esto me puso a pensar.

¿De qué nos sirve a todos hacer planes, vernos de niños disfrazados de bomberos, policías, doctores, para terminar siendo agrónomos, ingenieros químicos, o en el peor de los casos, proctólogos?  ¿De qué sirve tener un guión de vida cuando la vida misma se encarga de tirarnos en el aire a realizar giros de 360° ó, a veces de 720° cambiando por completo ese mapa imaginario que nos trazamos? (un amigo de mi infancia, quería ser imitador de cantantes y terminó convertido en mujer trabajando de prostituta en Italia. Puedo apostar que él –ni nadie- imaginó eso en su futuro). Y a todas estas, ¿Cuándo es que lo trazamos en realidad?

Desde que tengo uso de razón, siempre al final de cada ciclo lunar, en casi todas las familias (antioqueñas o no), se realiza un balance de los eventos ocurridos (puede ser aquí el cuando del trazado del mapa) en el trascurso del año, buenos y malos, para poder redimirse en el año que se aproxima, y dejar en el pasado los sucesos del cliclo que parte, entre humo de pólvora, gritos, música y vecinos borrachos queriendo besar a cuanta vecina/vecino se les atraviese en la animada celebración de año nuevo.
Cuando niño, trataba de pensar en tales balances mientras le ayudaba a mi mamá a sacudir el humo del sahumerio, o empacándole ropa a las tías en maletas para que dieran la vuelta a la manzana para que viajaran todo el año venidero. Y mientras me comía las 12 uvas reglamentarias (agüero representando cada mes del año, con una uva)– y las uvas reglamentarias de los demás- me cuestionaba: ¿Mi año fue bueno? ¿Qué quisiera mejorar en el año venidero que, en este que se va, fallé miserablemente? ¿Por qué me siento tan vacío con la despedida de este año? ¿A qué se debe la angustia de despedir el año viejo, cuando hay uno nuevo que sonríe –con los dientes postizos de algún conocido cercano de la familia-? Esa pregunta me sigue acosando hasta estos días. Y sigo sin dar con una razón concisa y eludo cada vez que puedo, en darle claridad al asunto. Como dice Walt Disney: “En este lugar perdemos demasiado tiempo mirando hacia atrás. Camina hacia el futuro”.
Pero el ser humano es un animal de hábitos, buenos como malos, y no puede evitar mirar al pasado para mirar su futuro. Caminar hacia el futuro es un salto de fé, como quien se lanza al vacío. Necesitamos a qué asirnos . Ahí entra el legado de planificar el año que inicia. Torpemente, sin ostentación. Pero hasta la planificación se ha venido perdiendo. La planificación, si no es desmedida es buena. A mí, como a muchas otras personas, planear la vida, las actividades u otras cosas, no nos funciona. Faltamos a los propósitos de conseguir alimentarnos sanamente, internarnos en gimnasios, estudiar idiomas, beber menos, salir más, o las promesas de conseguir mejores trabajos, o aprender a querer los que ya se tienen para obtener mejores resultados.
Es muy difícil apegarse a un plan. No es imposible, pero es poco probable. Sin embargo, eso no evita que cada año, faltando un minuto para que digamos “AÑO PASADO” estemos diciendo (en voz alta, o mentalmente) lo que queremos para el próximo año. Todos con su “agüero”, sus uvas, sus lentejas, las maletas en la puerta, los sahumerios, las 3 papas bajo la cama, las espigas en el pan, hasta bañarse con champaña, de forma inequívoca, vociferan – o no- que es lo que quieren para sí y los suyos en el año que reciben. Plantearse retos, superar logros. Olvidar los sucesos malos vividos. Olvidar el rencor, el odio que por nuestras mentes pasaba en situaciones difíciles. Los derrumbes, las perdidas humanas, los terremotos, maremotos (y otros tantos OTOS). Compartir todo lo que se pueda con los seres amados. Iniciar nuevamente la búsqueda de nuevas posibilidades, nuevas expectativas, nuevas esperanzas que nos llenen, nos satisfagan, nos den la calidez que buscamos, y que el año anterior, nos fue esquiva; saltar en Bungee, el trabajo que queríamos, el viaje que soñamos, la mujer-hombre de nuestros sueños.

No importa quienes fuimos, quienes somos ahora, ó quienes seremos despues. Lo único importante es que seamos fieles a nosotros mismos, a nuestras convicciones y a nuestros valores –aprendidos y desarrollados. No destruyamos el mundo en que vivimos. Mejoremos la calidad de vida de nuestro entorno. Vivamos como siempre, amemos como nunca y proyectemos felicidad. Eso siempre atrae cosas buenas. Siempre pensemos que hay algo que nos impulsa, aún si no sabemos que es… La inmensidad es atrayente, mística, envolvente y hasta religiosa (si no se tiene un dogma religioso, la inmensidad, puede servir como tal). No miremos atrás con dolor, con angustia, sino como un punto de enseñanza y clarificación. Abracemos lo nuevo como parte del cambio diario, y a lo viejo como el pilar de lo que ahora sabemos. No desperdiciemos los días y noches pensando cosas que no serán y tomemos las riendas de nuestra existencia. No armemos propósitos ficticios, si estamos a sabiendas que no los cumpliremos/lograremos, y creemos consignas para el día a día y alcanzar  metas tangibles. Y hoy, a las 12 de la noche digamos: Salud al nuevo año.



SIMADUSE: Serás extrañada hasta tu regreso.

Si diciembre no lo fuera... Hum...



No soy fan de diciembre. No me gusta. Las personas que me conocen, lo saben y lo aceptan. La época de recogimiento en el hogar, para mí, si “recogimiento” no es encogerse de hombros, no aplica. No me “despeluca”.
No sé en qué momento la natividad dejó de causarme fascinación, pero cuando niño, la canción, era otra. Como muchos, no veía el momento que llegara diciembre; levantarme tarde con mis papás, enlodarme hasta las pelotas, bañarme a punta de manguera en el patio, juguetear en la calle con los otros niños, planear las novenas, armar sonajeros con tapas de gaseosa, cantar villancicos, y esperar ansioso la aparición del niño Dios.
Sin embargo, con el tiempo, la televisión y las apreciaciones culturales que solo preocupan a los preadolescentes, la navidad se convirtió en algo más apático, molesto y restrictivo; algo que los papás nos obligan a cumplir. Entonces, la navidad se torna en: solo “Mí” tiempo; tiempo con “mis” amigos, “mis” cosas y así, la lista continúa. A todo esto, agreguémosle algunas experiencias poco agradables.
El 31 de diciembre de 1995, dejé para el final de la velada, las memorables 12am de la noche, al menos, kilo y medio de pólvora (chorrillos, silbadores, totes, una pila) para quemar en júbilo familiar y, que por error humano, por poco me deja a mí y al resto de mis congéneres, sin sala-comedor (y probablemente con quemaduras de 3er a 4to grado). Lo doloroso fue, que la tapizada de los muebles y las cortinas (y parte de la ropa de los presentes) fue sacada a módicas cuotas de mi estudiantil bolsillo.
2 años después, uno de mis mejores amigos del colegio, optó por volarse los sesos en comunión con su novia un 7 de diciembre, y la última persona (fuera de su familia) con quien él habló esa noche, fue conmigo. Su forma de decir “adiós”, me dejó algo confundido, pero asumí, era algo de las fiestas. No me lo pude perdonar y me entregué al alcohol los años siguientes.
Otro clavo de ataúd fue la influencia de Franz Kafka. Eso terminó de adobar el pastel de la virulenta actitud mía con respecto a la Navidad. Me pone de un humor horrible, me deprime, me entristece, no por algo específico, a este punto, es ya un todo.




No soy el único. Somos todo un género social. Los “grinch” de la comunidad; los mala sangre, los antisociales, los que no disfrutamos nada y renegamos de todo en las fiestas de fin  de año.
A veces, me siento melancólico al ver  a quienes deliran por estas fechas, y padezco de una sutil y casi efímera envidia de sentir tan solo un poco de esa dicha, de esa alegría y jolgorio; sentir la compulsión de estar con mis seres amados, de mirar correr las manecillas del reloj con un silbato en la boca, sudando, viendo extasiados a los que me rodean, todos esperando el unísono de la frase de Chifonier “FELIZ NAVIDAD” a la media noche y saltar como maniacos al vacío, a dar abrazos y besos con el calor rozagante del afecto expresado de una forma mecánicamente regulada, repetitiva, pero sabrosa, para qué.
Nos hemos convertido en seres impávidos, poco impresionables, dolientes del día a día, del mirar con desidia el dolor ajeno, de mofarnos de la tristeza y de hacer del amor una bagatela. Nos creímos la percepción que somos seres ilustrados, "antropocéntricos", mejores que el resto de los animales y que nada puede abstraernos del “YO” que es nuestro mundo.
¿Y por qué digo todo esto? ¿Qué tornillo se ha sabido zafar para que en este día, en esta fecha me convierta en el “Capitán de lo obvio”? En que quiero volver a sentir la inocencia del niño que ve a su padre como el testigo y no el artífice de su alegría de 24 de diciembre, el niño que aún juega en la calle y no con la consola de video, el niño que movía en el aire las Chispitas Mariposa (no condono la utilización de pólvora) sintiéndose un dios forjando una nueva constelación; el que aún siente pasión por el mundo, por sus maravillas, por su inmensidad, por su grandeza como por sus cosas pequeñas; por el que ve en su sala un mundo de aventuras, y no solo el sitio donde se asienta el culo para hablar por teléfono; el que aún cree en criaturas bajo la cama y que puede hablar con amigos imaginarios sin que lo manden a terapia.
¿Y por qué lo digo? Porque necesitamos sentir nuevamente esa inocencia, esa dulzura en los pequeños sucesos, en el hecho de respirar, de mirar hacia el sol solo por sentir su tibieza; de estirar las manos y sentirnos ínfimos; de caminar sin rumbo fijo, de renovar la capacidad de sorprendernos, de tirarnos en un prado a darnos cuenta que con todo lo que tenemos, no somos nada, pero somos parte de un todo. Abogo por el derecho a creer en algo más que en nosotros mismos sin dar por sentado nuestro sitio en el universo. Volvamos a ser esos pequeños desconocidos que alguna vez fuimos, y creamos. Olvidemos el hecho que el conocimiento y las “adulteces” nos abrieron los ojos, y nos amasaron el alma. Recobremos nuestra conexión con la humanidad, con nuestra sociedad, con nuestras familias y con nosotros mismos.
Ya me puse sentimental. Quiero conexión. Mejor cierro esto y voy a casa de mi novia.

Si diciembre no lo fuera... Hum...



No soy fan de diciembre. No me gusta. Las personas que me conocen, lo saben y lo aceptan. La época de recogimiento en el hogar, para mí, si “recogimiento” no es encogerse de hombros, no aplica. No me “despeluca”.
No sé en qué momento la natividad dejó de causarme fascinación, pero cuando niño, la canción, era otra. Como muchos, no veía el momento que llegara diciembre; levantarme tarde con mis papás, enlodarme hasta las pelotas, bañarme a punta de manguera en el patio, juguetear en la calle con los otros niños, planear las novenas, armar sonajeros con tapas de gaseosa, cantar villancicos, y esperar ansioso la aparición del niño Dios.
Sin embargo, con el tiempo, la televisión y las apreciaciones culturales que solo preocupan a los preadolescentes, la navidad se convirtió en algo más apático, molesto y restrictivo; algo que los papás nos obligan a cumplir. Entonces, la navidad se torna en: solo “Mí” tiempo; tiempo con “mis” amigos, “mis” cosas y así, la lista continúa. A todo esto, agreguémosle algunas experiencias poco agradables.
El 31 de diciembre de 1995, dejé para el final de la velada, las memorables 12am de la noche, al menos, kilo y medio de pólvora (chorrillos, silbadores, totes, una pila) para quemar en júbilo familiar y, que por error humano, por poco me deja a mí y al resto de mis congéneres, sin sala-comedor (y probablemente con quemaduras de 3er a 4to grado). Lo doloroso fue, que la tapizada de los muebles y las cortinas (y parte de la ropa de los presentes) fue sacada a módicas cuotas de mi estudiantil bolsillo.
2 años después, uno de mis mejores amigos del colegio, optó por volarse los sesos en comunión con su novia un 7 de diciembre, y la última persona (fuera de su familia) con quien él habló esa noche, fue conmigo. Su forma de decir “adiós”, me dejó algo confundido, pero asumí, era algo de las fiestas. No me lo pude perdonar y me entregué al alcohol los años siguientes.
Otro clavo de ataúd fue la influencia de Franz Kafka. Eso terminó de adobar el pastel de la virulenta actitud mía con respecto a la Navidad. Me pone de un humor horrible, me deprime, me entristece, no por algo específico, a este punto, es ya un todo.




No soy el único. Somos todo un género social. Los “grinch” de la comunidad; los mala sangre, los antisociales, los que no disfrutamos nada y renegamos de todo en las fiestas de fin  de año.
A veces, me siento melancólico al ver  a quienes deliran por estas fechas, y padezco de una sutil y casi efímera envidia de sentir tan solo un poco de esa dicha, de esa alegría y jolgorio; sentir la compulsión de estar con mis seres amados, de mirar correr las manecillas del reloj con un silbato en la boca, sudando, viendo extasiados a los que me rodean, todos esperando el unísono de la frase de Chifonier “FELIZ NAVIDAD” a la media noche y saltar como maniacos al vacío, a dar abrazos y besos con el calor rozagante del afecto expresado de una forma mecánicamente regulada, repetitiva, pero sabrosa, para qué.
Nos hemos convertido en seres impávidos, poco impresionables, dolientes del día a día, del mirar con desidia el dolor ajeno, de mofarnos de la tristeza y de hacer del amor una bagatela. Nos creímos la percepción que somos seres ilustrados, "antropocéntricos", mejores que el resto de los animales y que nada puede abstraernos del “YO” que es nuestro mundo.
¿Y por qué digo todo esto? ¿Qué tornillo se ha sabido zafar para que en este día, en esta fecha me convierta en el “Capitán de lo obvio”? En que quiero volver a sentir la inocencia del niño que ve a su padre como el testigo y no el artífice de su alegría de 24 de diciembre, el niño que aún juega en la calle y no con la consola de video, el niño que movía en el aire las Chispitas Mariposa (no condono la utilización de pólvora) sintiéndose un dios forjando una nueva constelación; el que aún siente pasión por el mundo, por sus maravillas, por su inmensidad, por su grandeza como por sus cosas pequeñas; por el que ve en su sala un mundo de aventuras, y no solo el sitio donde se asienta el culo para hablar por teléfono; el que aún cree en criaturas bajo la cama y que puede hablar con amigos imaginarios sin que lo manden a terapia.
¿Y por qué lo digo? Porque necesitamos sentir nuevamente esa inocencia, esa dulzura en los pequeños sucesos, en el hecho de respirar, de mirar hacia el sol solo por sentir su tibieza; de estirar las manos y sentirnos ínfimos; de caminar sin rumbo fijo, de renovar la capacidad de sorprendernos, de tirarnos en un prado a darnos cuenta que con todo lo que tenemos, no somos nada, pero somos parte de un todo. Abogo por el derecho a creer en algo más que en nosotros mismos sin dar por sentado nuestro sitio en el universo. Volvamos a ser esos pequeños desconocidos que alguna vez fuimos, y creamos. Olvidemos el hecho que el conocimiento y las “adulteces” nos abrieron los ojos, y nos amasaron el alma. Recobremos nuestra conexión con la humanidad, con nuestra sociedad, con nuestras familias y con nosotros mismos.
Ya me puse sentimental. Quiero conexión. Mejor cierro esto y voy a casa de mi novia.

Cuasimodo de Iniciado.



La idea que todo en la vida es cíclico, ha cruzado por mi mente tantas veces, como pensar en sexo (que dicen los estadistas, son muchas).

Tratar de imaginarme repitiendo algunas de las cosas por las que me he hecho notar (no de la forma que lo hacen los pensadores), a veces, ciertamente. me revuelca las tripas.

Repetir la primera vez que fui reprendido (jardín escolar) por una docente al romperle la cabeza a la niña que me gustaba (quien estaba en el camino entre la piedra y el gallinazo al que pretendía acertarle);  la primera vez que la rectora de la escuela, Doña Carmelita, me invitó a almorzar a su casa y terminé agarrando (a dos manos) el plato de sopa como si fuera posillo para beber pronto la misma y salir huyendo (la educación que recibí en esa escuela, hasta ese momento, quedó mancillada por mi acción); la primera pelea de mis padres que me rompió el corazón siendo muy pequeño y que me hizo verlos como seres humanos y no como los dioses que deberían haber sido hasta entrada mi adolescencia; la primera vez que una niña rompió mi músculo cardiaco, cuando sus padres se la llevaron a vivir a Cali (no era su culpa, pero cuando se es niño, es difícil enfocar bien cuando de adjudicar culpas se trata); el primer trasteo que me alejó de los "amiguitos" de mi escuela. La primera vez que me enamoré de una niña y se lo dije, estallando en risas; la segunda vez que pasó lo mismo. La primera vez que terminé en calzoncillo enlodado en la carretera por andar pescando con 2 amigos y me dejaron a merced, en la calle,de las compañeras de mi hermana mayor que recordaron mi culo mugroso hasta que se graduaron de bachillerato 4 años despues; cuando ebrio, a los 15 años, me dio por perseguir gatos en el municipio de Barbosa y un alambre de púas me frenó el entusiasmo rasgando mi rostro en 2; cuando mi primera novia me echó por ser más joven que yo (ella tenía 15 y yo, 16); cuando uno de mis mejores amigos se despedía de mí para suicidarse y no lograba entenderlo mientras decía que amaba a mis padres como si fueran los propios; cuando fui expulsado de la universidad por bajo rendimiento (matemáticas, no es de extrañar); cuando mi madre dejó de creer en mí, luego de mi expulsión; cuando desperté en una finca (también en Barbosa, popular para ir de paseo), para darme cuenta que tuve un "encuentro" con una mujer de 63 años de edad, que no recuerdo a causa del alcohol, (a Dios gracias), pero quienes estuvieron conmigo en la finca, SÍ lo hacen.

Es como ver al mundo desde lo alto, cuando no se puede estar en él; como ser el Cuasimodo omnipresente, que canta y baila, pero que a final de cuentas, se queda solo con las Gárgolas, su locura y sus huevonadas.

Hay tanto que de repetirse, procuraría que no ocurriese, o que se desenvolviera de otra forma.

Que bonito sería.

Estudiaría lenguaje de señas, entrenaría perros lazarillos; estudiaría música, karate, idiomas; medicina. Aprendería a querer más los viejos libros, los clásicos, de los que todos hablan, pero nadie lee ya; dibujaría hasta el cansancio; hubiese recorrido el mundo para conocer su cultura, sus países; hubiese sido mejor hermano, mejor hijo. Mejor. Tal vez me hubiese ido mejor en mi casa: Tal vez me hubiese emancipado pronto. Tal vez.

Tal vez no seríamos otra familia en las estadísticas de hogares rotos por tener núcleos de hogar entre un país y otro (y en estas fiestas, estaríamos juntos). Tal vez yo sería un ciudadano noruego con una familia, o tal vez viviría en Bora Bora pescando solo.

Pero, a todas estás, y luego de meditarlo, si no logro distinguir a veces al Yo presente, de aquel que ni barba tenía, que podría decir del YO reflejado en el espejo del ciudadano europeo, del maestro en las artes, del filántropo, del ilustrado, del emancipado o del pescador de Bora Bora que recorrió el mundo?

Tanto andar para crear este elípse de "ahora", es enfermizo. Dijo el Hamster a la rueda.
Igual, es solo una idea.

Cuasimodo de Iniciado.



La idea que todo en la vida es cíclico, ha cruzado por mi mente tantas veces, como pensar en sexo (que dicen los estadistas, son muchas).

Tratar de imaginarme repitiendo algunas de las cosas por las que me he hecho notar (no de la forma que lo hacen los pensadores), a veces, ciertamente. me revuelca las tripas.

Repetir la primera vez que fui reprendido (jardín escolar) por una docente al romperle la cabeza a la niña que me gustaba (quien estaba en el camino entre la piedra y el gallinazo al que pretendía acertarle);  la primera vez que la rectora de la escuela, Doña Carmelita, me invitó a almorzar a su casa y terminé agarrando (a dos manos) el plato de sopa como si fuera posillo para beber pronto la misma y salir huyendo (la educación que recibí en esa escuela, hasta ese momento, quedó mancillada por mi acción); la primera pelea de mis padres que me rompió el corazón siendo muy pequeño y que me hizo verlos como seres humanos y no como los dioses que deberían haber sido hasta entrada mi adolescencia; la primera vez que una niña rompió mi músculo cardiaco, cuando sus padres se la llevaron a vivir a Cali (no era su culpa, pero cuando se es niño, es difícil enfocar bien cuando de adjudicar culpas se trata); el primer trasteo que me alejó de los "amiguitos" de mi escuela. La primera vez que me enamoré de una niña y se lo dije, estallando en risas; la segunda vez que pasó lo mismo. La primera vez que terminé en calzoncillo enlodado en la carretera por andar pescando con 2 amigos y me dejaron a merced, en la calle,de las compañeras de mi hermana mayor que recordaron mi culo mugroso hasta que se graduaron de bachillerato 4 años despues; cuando ebrio, a los 15 años, me dio por perseguir gatos en el municipio de Barbosa y un alambre de púas me frenó el entusiasmo rasgando mi rostro en 2; cuando mi primera novia me echó por ser más joven que yo (ella tenía 15 y yo, 16); cuando uno de mis mejores amigos se despedía de mí para suicidarse y no lograba entenderlo mientras decía que amaba a mis padres como si fueran los propios; cuando fui expulsado de la universidad por bajo rendimiento (matemáticas, no es de extrañar); cuando mi madre dejó de creer en mí, luego de mi expulsión; cuando desperté en una finca (también en Barbosa, popular para ir de paseo), para darme cuenta que tuve un "encuentro" con una mujer de 63 años de edad, que no recuerdo a causa del alcohol, (a Dios gracias), pero quienes estuvieron conmigo en la finca, SÍ lo hacen.

Es como ver al mundo desde lo alto, cuando no se puede estar en él; como ser el Cuasimodo omnipresente, que canta y baila, pero que a final de cuentas, se queda solo con las Gárgolas, su locura y sus huevonadas.

Hay tanto que de repetirse, procuraría que no ocurriese, o que se desenvolviera de otra forma.

Que bonito sería.

Estudiaría lenguaje de señas, entrenaría perros lazarillos; estudiaría música, karate, idiomas; medicina. Aprendería a querer más los viejos libros, los clásicos, de los que todos hablan, pero nadie lee ya; dibujaría hasta el cansancio; hubiese recorrido el mundo para conocer su cultura, sus países; hubiese sido mejor hermano, mejor hijo. Mejor. Tal vez me hubiese ido mejor en mi casa: Tal vez me hubiese emancipado pronto. Tal vez.

Tal vez no seríamos otra familia en las estadísticas de hogares rotos por tener núcleos de hogar entre un país y otro (y en estas fiestas, estaríamos juntos). Tal vez yo sería un ciudadano noruego con una familia, o tal vez viviría en Bora Bora pescando solo.

Pero, a todas estás, y luego de meditarlo, si no logro distinguir a veces al Yo presente, de aquel que ni barba tenía, que podría decir del YO reflejado en el espejo del ciudadano europeo, del maestro en las artes, del filántropo, del ilustrado, del emancipado o del pescador de Bora Bora que recorrió el mundo?

Tanto andar para crear este elípse de "ahora", es enfermizo. Dijo el Hamster a la rueda.
Igual, es solo una idea.