Que mal es querer redactar algo, cuando la mortalidad, la fragilidad humana, nos patea en los huevos... Igual, si no es eso, algo más nos golpeará en los “bajos”. Leyes de Murphy.
Hacía tiempo que alguien cercano no “fenecía”. Pasaba a mejor vida (y no como dice el chiste de” ¿Qué? ¿Se cambió de barrio?”) Pero, nuevamente, estamos en período de pérdidas. Alguien ya no está con nosotros, y por eso, quiero hablar de la muerte. No en el plano de evocarla o desearla. Solo el hecho que existe (Descubriendo al agua tibia, Tomos I y II).
El 26 de enero, perdí a un buen cuate. Éste estaba joven (mucho más que yo, 26 abriles). Pero la Parca tocó a su puerta y la derribó. Un aneurisma. Esa pequeña falla que causa un gran estrago. Asintomática, silenciosa, cauta, pero letal. Uno no se espera eso. Nadie espera eso. Su madre no creo que lo visualizara cuando “Felo” cayó en su cocina a las 4 a.m. diciéndole que estaba mal, muy mal; que el dolor de cabeza no le había permitido conciliar el sueño y que el pecho le dolía terriblemente. Así se fue su inicio al camino del otro mundo.
No me sentí tan impactado como debiera. Pero tampoco lo entiendo. Aunque la muerte no es de entender. La razón de la muerte inesperada tiene tanto sentido como los “fogones de leña ecológicos”, o la minería “concienzuda”. La mortalidad nos llega a todos. A unos primero que a otros. Pero es la única cita que no se puede evitar en el mundo. Algunos viven su vida sin tener presencia en sus mentes que está ahí, hasta que les llega. Otros, la entendemos a muy temprana edad y nos acosa. No nos facilita las cosas y nos entorpece, nos acongoja. Nos da melancolía de la pérdida inexistente. Que pasará, que ocurrirá cuando no prestemos atención.
Una pesadilla recurrente en mi niñez, fue generada cuando me di cuenta que los papás se morirían (eventualmente)... Eso me marcó... Muchas noches, y varias veces, me levantaba en medio de la penumbra a chequear que mamá y papá aún respiraban; Espejo en mano, el oído presto y las medias puestas para el sigilo; no quería que se murieran en mi guardia y los celaba con fiereza, hasta que mi papá un día cualquiera, en una de mis rondas matutinas, casi me fractura el cráneo al percibir una cabeza ajena sobre la suya... (Dios bendiga los reflejos infantiles, pues sino, el cuento, no lo contaba...) Hasta ahí llegaron mis rondas. Pero el temor siguió ahí.
Hay muchas certezas en la vida, pero ninguna que nos aliente, o nos parezca relevante. Y aún así decimos que en esta vida no hay nada seguro. ¿Cómo que no? Seguro hay: que tenemos que respirar; tenemos que levantarnos (sino, salen llagas); tenemos que comer; tenemos que trabajar para comer; tenemos que dar del 2 y ciertamente, del uno.
El resto, aquello de lo que andamos ignorantes, lo que no prevemos, lo que no queremos prever, lo que nos depara el futuro, son cosas inconstantes, enigmáticas, imprevisibles y porqué no, hasta molestas. Como dicen las abuelas/madres/tías, “yo quiero tener una muerte linda”, las que llegan mientras se duerme. Pero eso no pasa. Si no, que le pregunten a los padres del niño que murió dando el feliz año.
La muerte no es triste. Es el vacío de quien se va, y la agonía de quien se queda la que nos abruma, pues rápida o lenta, la muerte nos aleja de quien queremos hasta el día que (supuestamente) nos reunamos. El dolor se queda, se mimetiza, pero el vació de la pérdida es como una muela “coca”, el nervio muere, pero en las bocanadas de aire sentimos el frío “destemplante” la ausencia.
Mientras tanto, seguiremos aquí, en la tierra con los seres amados, a quienes debemos decir cuanto podamos que los queremos, para no tener que lamentarlo en su ataúd, a golpe de pecho abierto, arrepintiéndonos de “¿¡Porqué putas no le dije que lo (la) quería!?”.
Wait and see.
FELO (Luis Felipe Valencia Wills) Q.E.P.D.